Este andén, como muchos andenes de esta ciudad, tiene un andamio con tubos de metal a los lados de la acera, sosteniendo cubiertas para proteger a los peatones de los residuos de un edificio en construcción. Cada vez que pienso en New York, inevitablemente se me viene la imagen de un lugar en perpetua construcción, un sitio que no acaba nunca de crearse, o que se crea una y otra y otra vez a través de rascacielos de metal y vidrio junto a townhouses bicentenarios en el East Village y bolsas de basura en las aceras. Recuerdo los días en que vivía aquí por allá en 2007 solo; vuelvo a pensar en todo lo que tiene este sitio, y recuerdo que me gustaría volver algún día. Si, cómo me gustaría hacerlo. Aunque a diferencia de entonces, si quisiera hacerlo acompañado. En buena compañía, ojalá la mejor y la definitiva.
Y claro, involuntariamente me acuerdo de ella. “Eres una diosa”, le dije una vez.
La melancolía nubla el momento. Me despabilo, sigo caminando mientras llego al hotel en la 58th St. abajo de la 9th Ave., a unas cuadras del Central Park, y pronto me entretengo mirando los ejecutivos que atestan las calles caminando presurosos después de las cinco. Quince, treinta minutos después, en uno de esos andenes cubiertos por andamios, veo en el rincón un armario de energía cubierto de un graffiti – un poster firmado por Alphonse Mucha. Tiene una mujer curvilínea, sentada con una túnica naranja; detrás de ella unos círculos azules parecen mostrar una profundidad insólita, imposible de lograr con colores impresos. Tiene una flor en las manos. Su título reza «The Goddess». La Diosa. «Parece la ilustración de una carta de Tarot», pienso. Y entonces de nuevo me acuerdo de ella. Llego al hotel persuadiéndome, intentando convencerme de que son solo casualidades.
Por circunstancias particulares de ese martes, me habría de cruzar tres veces más con esta imagen entre el resto de la tarde y la noche. Primero me devolvería al hotel, me ducharía para refrescarme del verano húmedo y pegajoso, y caminaría de vuelta hasta la estación de metro de Columbus & 57th. Allí vería la imagen de «The Goddess» la segunda vez, poco antes de las siete de la tarde. Luego habría de ir al Village, al mismo edificio donde viví alguna vez, y habría de volver a ver mis amigos Coco y Daniel –una conversación ininterrumpida tras cuatro años de no vernos, el tiempo no ha pasado; tres botellas de vino, un restaurante de tapas en East Village, apresurarme a las 11:30 a tomar el tren de vuelta y el último de la noche. Y luego salir del tren, caminar y pasar por el mismo punto: volver a ver «The Goddess» por tercera vez me causaba un cierto desasosiego, como si ella me gritara y me volviera a decir «mírame, captúrame, tómame imbécil, que mañana te irás y para cuando vuelvas ya no estaré. Hazlo.»
Y a pesar de eso, paso derecho y la ignoro deliberadamente. Llego al hotel, bajo al bar, me tomo dos Gin Tonics, veo los muchos turistas que están aún a esa hora tomando un trago. Me aburro, me canso, es cerca de la una, tengo que levantarme a las 4:30 para poder tomar el vuelo de las 7:00 a Bogotá. Me voy a la habitación y me empijamo. Me voy a la cama. Cierro los ojos. Me. Estoy. Durmiendo.
Súbita aparece la imagen de la diosa en mi cabeza. Sola, contundente, colorida. Veo cada detalle, cada línea, cada color, cada textura. Sé que no me va a soltar, sé que tengo que hacer. Me visto, me pongo el jean encima del pantalón del pijama, bajo el ascensor, salgo del hotel, corro dos cuadras. Son las dos y cinco de la mañana, llego ante ella, jadeo por el esfuerzo. La miro, la miro mucho. La tomo. La capturo. Guardo su imagen en mi iPhone. Ya no serás de otro, ya no me escaparé, ya estoy aquí. Luego otro día te irás, te borrarán con pintura, harán otras cosas feas sobre tu superficie o te arrancarán, envejecerán tus colores, pero nunca te habrás ido realmente, porque yo no me fui y no me iré y no importa. No importa, ya nada importará. Porque al final entiendo todo: The Goddess y ella son, han sido, serán la misma persona.
